Un lector lento

Román Villalobos
6 min read4 hours ago

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Encontré un cuento viejo que le escribí a Alba cuando apenas íbamos a cumplir seis meses juntos. Ahí está, en esencia, lo que iban a ser los siguientes siete años: largos recorridos a mitad de la noche, conversaciones en voz baja, juegos casi telepáticos y una incomprensión que terminaría por ser la grieta definitiva. No hablábamos el mismo lenguaje, a pesar de todo. Una persona puede quererte durante años, amarte incluso, esperando silenciosamente, sin meter mano, que tus «no» se conviertan en «sí». Al final, cuando todo termina, sabe que no puede decirte «te lo dije», porque nunca habrá dicho nada, pero arrastrará consigo todas las señales que no interpretaste a tiempo. Serás un lector lento. Comprometido con la causa, pero lento.

En todos los relatos que escribí antes de ese cuento hay siempre anhelos insoportables, narradores que no saben cómo resolver la distancia entre su querer y lo que quieren. Un día se resolvió ese dilema y ni siquiera sé en qué punto o a partir de qué momento. Quiero volver y contarles que sí pasó, que logramos amansar al deseo y domesticarlo por mucho tiempo. Quizá se hayan enterado que el deseo logró mostrar los dientes otra vez y zafarse de nuestras manos, mordiendo y rasguñando antes de perderse otra vez en la noche.

Han pasado tal vez diez o doce años a partir de esos viejos textos. Ha cambiado el agua de la que abrevo y también han cambiado mis formas de acercarme a ella. En esos años me hubiera lanzado de lleno al agua más oscura sólo por la sensación, sin saber nadar como se debe, sin saber qué hacer al tocar el fondo con los dedos. ¡En algún punto ya estaba nadando en el agua! ¡En algún punto ya entraba y salía como un anfibio, y pensaba que ese sería mi hábitat y siempre lo había sido y por mi parte sólo había podido sospecharlo!

Ahora sólo intento ver desde lejos. Limpio los lentes. Lanzo una piedra y espero lo peor. ¿Quién me lo reprochó hace poco? Me dijeron: ¡todos los hombres son así! Los lastiman una vez y nunca más se atreven a vivir las cosas como se debe, nunca más se entregan por completo. ¿Por qué tú no puedes ser diferente? ¡Ama sin miedo, Román! Yo escuchaba esas palabras y miraba los chorros y chorros de sangre que me salían quién sabe de dónde: las encías, los ojos, los oídos, las plantas de los pies, las palabras no dichas que implosionan.

Hice ese viaje a los textos del pasado y volví a garabatear narraciones con cierto fervor. Eran historias que se combinaban unas con otras. Una maraña que podía pasar años desenredando sin problemas. El primer relato se basaba en una idea que mi primo Aquiles me había contado por teléfono más o menos por la misma época en que le escribí aquel cuento a Alba. Aquiles me llamó una tarde y me habló durante horas de un poema que publiqué en mi primer libro. Era un texto, por supuesto, sobre un anhelo insoportable. La voz poética admite que nadie ha dormido entre sus brazos. Hay un lustro de distancia entre el momento en que escribí ese poema y la noche en que finalmente alguien pasó la noche conmigo. Eso ya no alcancé a contárselo a Aquiles, porque se lo llevó el cáncer. Tampoco se lo puedo contar de hombre a hombre, estrechando las manos, a la versión de mí que escribió el texto. Pero intuyo que, a estas alturas, los dos se han enterado de alguna manera.

En esa llamada me dijo que mi poema le producía emociones similares a las de un guion suyo para un cortometraje: un hombre inscribe un equipo en la liga de futbol de un pequeño complejo deportivo. Se presenta cada que le toca partido a su equipo, y dice que sus compañeros esta vez sí se han de presentar, pero pasan las fechas y no llega nadie. Siempre llega, se pone el uniforme y pide unos minutos de prórroga al árbitro, pero nadie se presenta. Pierden por default. El hombre se retira, visiblemente afectado, pero su esperanza no cesa.

En la llamada, Aquiles hizo énfasis en el rostro del hombre, en su andar cabizbajo. Luego dibujó paralelismos entre ese personaje y la voz de mi poema. Lo imaginó en blanco y negro. Incluso pensó, por qué no, en entrelazar ambas historias, si yo estaba de acuerdo. Yo le dije que sí. Nunca había imaginado que un texto mío, de unos cuantos versos, podía derivar en algo semejante. ¿Por qué no escribes una versión de la idea que te acabo de contar?, propuso.

Me tardé varios años, pero me senté a hacerlo. Inicié los primeros borradores y luego salí a caminar con todo a cuestas. Las imágenes, en tonos naranjas y azules largos y distantes, de aquel relato que le escribí a Alba. La conversación con Aquiles por teléfono y luego la última vez que lo vi, la vez que escuché su voz en un sueño y luego lo vi encendido desde adentro, como una luciérnaga. Y caminé por el barrio de La Luz, como aquella vez que Alba me acompañó a recoger algo de las manos de mi tío Pedro, que barría la banqueta frente a su tienda de abarrotes, y al llegar a casa me escribió para decirme que no fuéramos tan rápido, que todavía no estaba lista para conocer a nadie de mi familia. Era la tercera o cuarta vez que nos veíamos.

Ahora nada de eso tiene importancia, porque mi tío Pedro no está, Aquiles tampoco está, Alba se fue. Estefanía, la mujer con la que pasé una noche por primera vez, se marchó luego de un par de meses, en un lapso en el que Alba y yo nos despedimos y después regresamos por no saber qué hacer. Y así con casi todo y con casi todos, todo el tiempo y por todas partes.

Y en ese barrio de La Luz pude pasar por un complejo deportivo, similar al que me había platicado Aquiles aquella vez. Vi muchos hombres llegando con su uniforme y sus accesorios. Nadie iba solo, y quien parecía estarlo pronto se unía a alguien más. Mira, primo, murmuré, parece que los anhelos siempre se cumplen, aunque eso al final no signifique nada. Y a mi yo pasado, a mi poeta del anhelo, le dije: el deseo siempre se domestica, las noches abrazado siempre llegan, aunque sea una noche entre cientos de noches. Después de que sucede, todo se va ablandando, aparece la gran curva y vuelves al punto de inicio, aunque ahora sabedor de que los ciclos existen, y nunca se traicionan ni se equivocan.

Luego emprendí el camino a casa y recordé que todo esto ya lo había platicado antes. Hice memoria. Se lo dije a Urania una madrugada en la que todavía era muy pronto para que volviera a casa. Le dije: escribiré una historia de este modo y de este otro. Ella siempre se mostró entusiasmada a propósito de esas ideas que parecían sueños. Entonces el trasfondo completo no se mostró, apenas echó luces que no sé si Urania captó por completo. Ya casi era de noche cuando abrí la puerta del departamento. Urania, como Pedro, como Aquiles, como Alba, como Estefanía, tampoco se encuentra en mi vida ahora. Estos hechos impresionan al poeta que fui. ¿De verdad la gente viene, se queda un rato corto o largo, se vive intensamente y luego se marcha? Sí, viejo, por eso hay que tomar distancia. Un día me acompañarás a leer esto — quién sabe en cuántos años, acuérdate que somos un lector lento — y ni idea de lo que pensaremos entonces. Quizá lo mismo que yo te dije cuando volví a leerte: ¿en qué estabas pensando? O, pregunta mejor planteada: ¿qué hay de distinto entre lo que te quedaste sintiendo tú y lo que ahora pongo sobre la mesa, que se parece tanto y, sin embargo, lo trasciende?

La respuesta se va a parecer mucho al final del cuento, el único, que le escribí a Alba:

— Dímelo tú.

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