Los grillos

Román Villalobos
7 min read1 day ago

--

En algún momento el abuelo se enfadó y me mandó a darle vueltas al centro histórico. Quería tomar un baño con la casa sola y yo le estorbaba con mi mirada constante y mis preguntas. Mis padres, de estar acá, no habrían permitido ni que yo deambulara tanto rato por mi cuenta allá afuera ni que el abuelo se metiera al baño de forma libre e independiente, sin alguien cuidándolo justo al lado de la puerta, escuchando si cae o si se queja. Pero hace tiempo que mis padres no regresan y es necesario que lo asimile, es necesario que asuma que esta situación ya se quedará así. Hay que abrazar la necesidad y hacerla cierta.

Mi abuelo agarró el machete y dijo que sabía cuidarse, que con él nadie se iba a pasar de listo. Quise decirle que quizá no era la mejor idea tentar al destino, a los visitantes, a cualquier loco que pudiera meterse en la casa enorme y hacerle daño, pero me hacía señas para que me fuera. Ándate a chingar a tu madre o también te destazo aquí merito, me dijo. Salí por la gran cochera de la finca del abuelo, sin mirar las cabezas de venado que cuelgan a ambos lados de las paredes, y que parecen querer salirse cuando se abre el gran portón de noche.

El centro estaba vivo y yo sentí que todo me lo echaba en cara. Se me restregaba en los ojos la vida intensa de los demás. Parecían invitarme con las manos. Ven, vamos a incitarte a un ritmo de vida que no eres capaz de sostener. Por igual, jóvenes y adultos y niños me comunicaban importantes mensajes que sólo alcanzaba a escuchar ligeramente. Las primeras frases, digamos. Dejaba caer el proceso si distinguía insultos hacia mi persona. Mi madre me enseñó a ser digno. Antes de irse, mi madre me sostenía frente al espejo. Eres un digno hijo mío. Nunca permitas que nadie te pase por encima. Ni tu padre, ni tus tíos, ni tu abuelo, ni yo, y mucho menos la gente de allá afuera, que no nos merece en absoluto.

Luego recordé a mi padre. Hablaba poco. Debes de cuidar del abuelo en lo que regresamos. No nos vamos a tardar nada. Si le pasa algo va a ser tu perra culpa y de nadie más. Desde entonces despierto todas las madrugadas incluso con los sonidos más tenues, las andanzas de los ratones o las discusiones de las palomas y los gatos. Nunca se trata de mi abuelo. También, los primeros años solía pensar que habían vuelto mis padres, que los ruidos de las cadenas y las llaves eran mis padres otra vez, pero insisto en que necesito asimilar algunas cosas y asumir otras tantas. No hay otro proceso ni otro modo.

No hemos sido, no, mi abuelo y yo solos todo este tiempo. Vienen tíos y tías cuyo parentesco conmigo nadie termina por explicarme bien. Alimentan al abuelo de forma simple pero abundante. Conmigo son las sobras o el dinero para que me compre lo que yo quiera. De vez en cuando no traen alimento sino sólo dinero, fajos y fajos de billetes. Toma, mijo, para el abuelo y para ti. Compra queso, pan, jamón, fruta, leche, cajeta, pollo asado, embutidos, aceite. Compro todo eso y lo que se me ocurra. Cosas simples para cocinar. Chorizo, huevo, tortillas, atún, chiles jalapeños, mostaza. A veces abrimos las latas, las bolsas, encendemos la estufa y la apagamos después de un ratito. Después de un tiempo algún tío o tía viene y rellena el tanque de gas y se va y nos deja más dinero. Y mi abuelo se queja: nadie me pregunta cómo estoy, nadie me pregunta cuándo te vas a ir y me vas a dejar en paz.

Ya en el centro pensé que podía sujetarme a cualquier persona y pedirle que me lleve consigo. Creo que puedo adherirme, dije, como me obligaron a hacer con el abuelo. Pensé en hombres a los que podría adherirme un instante hasta que me bajaran al suelo a golpes y la idea no me desagradó para nada. Pensé en mujeres gritándome y escupiendo hasta hacerme recluir en las sombras otra vez. Antes las luces del centro eran de un color amarillo naranja y yo creía en las palabras de mi madre: es el color de los demonios de la noche. Me enseñó a sujetar su mano con firmeza y a veces la soltaba para reír un poco de mi miedo y de mi cara de angustia. Luego las luces cambiaron a los colores fríos y en cualquier momento siento que mi madre me tomará de la mano otra vez aunque necesito hacerme a la idea de que no.

Me distraje con una casona vieja del centro, casi tan grande como la finca de mi abuelo, sólo un poquito mejor iluminada. Una mujer detrás de un mostrador conversa con un hombre que se parece a uno de mis tíos. Me quedo de pie un momento observándolos y me hacen señas para que entre. ¡Entra! ¡Entra sin miedo!, me dice la mujer, ¡todo esto tiene que ver muchísimo contigo! Vi reír al hombre, estrechó mi mano y me dio una palmada en el hombro, luego me acompañó a una banca de madera oculta entre plantas cuyas enormes dimensiones nunca hubiera imaginado. Lo de los grillos era un estruendo inexplicable en ese patio lleno de vegetación y arcadas oscuras y profundas. ¡Qué bueno que miró hacia adentro, joven!, me dijo el hombre, luego me abandonó para volver al mostrador y retomar la conversación justo donde la había dejado.

Imaginé que alguien entraba a la gran finca del abuelo y lo hacía pedazos, y yo llegaba para encontrar los restos de mi abuelo. Me imaginé debatiendo conmigo si llamar a la policía o enterrarlo con mis propias manos y hacerles frente a mis tíos y tías hasta que terminaran por tirarme al suelo y golpearme hasta hacerme perder la vida. También imaginé que alguien entraba a espiar a mi abuelo, simplemente espiarlo toda la noche, y casi pude escuchar sus pisadas en la tierra del huerto trasero, sus ojos como de gato iluminados por mi lámpara de mano. Mientras tanto, el hombre y la mujer del mostrador hablaban del abandono de los hijos, de dejar a los hijos con los tíos y con los abuelos y con los parientes, incluso con la figura de los padrinos, aunque añadieron que ya casi no sirven para nada. De buena gana, dijo el hombre, dejaría que vinieran a hacerme otro hijo, que una mujer llegara y me tomara sin darme opciones y se llevara consigo a mi próximo hijo. A la mujer del mostrador le dio bastante risa, pero luego dijo que las cosas no funcionaban así, que la perspectiva no funcionaba así.

Yo ponía mi atención en los grillos y pensaba que en cualquier momento alguno brincaría encima de mí. Al principio lo pensé grande, como del tamaño de un ratón, pero luego creí en la existencia de grillos como perros de mediana estatura, con anillos negros y amarillentos, cuerpos pesados y antenas como látigos. Si fuera más hábil, pensé, podría llevarle uno al abuelo, para que lo defienda de los intrusos. Luego creí que sería demasiado tarde. Dije: a esta hora mi abuelo ya no está entre nosotros. El hombre y la mujer del mostrador se dieron dos besos: uno en el cuello y otro apenas en las comisuras de los labios, y decidieron marcharse. Quedé encerrado y no hice otra cosa más que concentrarme en el sonido de los grillos hasta que me quedé dormido.

Temprano por la mañana volvió el hombre del mostrador, me despertó y puso en mi mano algunos billetes sudados. Me dio explicaciones sobre el trabajo y la hora en la que debía volver esa noche. Porque volverás, ¿no es cierto?, me dijo, y yo le dije que sí aunque por mi sangre corren la idea y el acto de no regresar nunca. Corrí hasta la finca del abuelo pero me detuve, viendo desde lejos una aglomeración. Eran mis tíos y también había gente de una edad similar a la mía. Había oficiales de policía. Tomaban notas y luego las tiraban a la calle cuando parecía que sus conclusiones eran equivocadas. Me fui acercando lentamente. Temí ver los restos de mi abuelo y la sangre, pero en realidad sólo encontré un desorden de cabezas de venado caídas y rotas, y a mi abuelo totalmente enfurecido. Pensé que me sujetaría del cuello y me daría muerte, pero al reconocerme se acercó entre la multitud y me dijo: nada de esto es culpa tuya, sin embargo, debes de comprender los alcances de tu abandono.

Claro que en ese momento pude retraerme un poco, aislarme y pensar en que quizá, si supiera cómo, hallaría las huellas digitales de mi madre en los cuernos de los venados. Quizá podría encontrar el sudor de mi padre surgido por el esfuerzo y el calor. Incluso esperé que sonara el teléfono, haciendo correr nuestros escalofríos. Pero sólo pasaron las horas, conversé con mi abuelo sobre mi trabajo y mis obligaciones y esa noche volví a dormir al amparo de los grillos y las plantas.

--

--

Román Villalobos
Román Villalobos

Written by Román Villalobos

1991. Poeta, profesor, perezoso profesional.

No responses yet