La luz al final del túnel
Los sábados no tengo mucho que hacer. A veces duermo siestas largas, a veces busco videos para masturbarme y no encuentro nada bueno por horas y horas. Me gusta ordenar mis calcetas por grosor, por color, por antigüedad. Pero cuando no hago nada de eso, me voy a correr.
El parque es enorme y yo doy vueltas y vueltas en los mismos cien metros como en un zoológico. Vengan a verme, no sé correr, me quedo en mi zona de confort, no me dan los pulmones para hacer todo el recorrido, piso mal, búrlense de mí, llevo veinticinco vueltas, me vale verga. Si corro demasiado rápido, siento que la cabeza me quiere explotar desde adentro, como si quisiera brotarme por la nariz, como si mi nariz quisiera abrirle paso a mi cerebro derretido como una vomitada. Entonces me da un miedo corto y fuerte, me detengo, me regreso a la casa y trato de buscar videos diferentes con otras palabras clave o me pongo a ordenar los calzones o me pongo a leer las partes de la Biblia que no terminan de gustarme, como el Levítico o Esdras.
Este sábado empecé a sentir apretado el cerebro luego de treinta y dos vueltas y me bañé y dije, vivo a cinco pasos de los bares, ¿por qué no ir y ver qué pasa?, ¿por qué no ir y ver si ha cambiado algo desde esa época? Mi época de los bares. Los conocí todos, menos los de muy pinche mala muerte porque sentía que me observaban al entrar, al estar ahí y al salir, y sentía que me seguían caminando los cuarenta minutos, la hora u hora y media que hacía hasta llegar a mi casa en medio de la nada. Siempre había un cabrón o dos detenidos en la esquina cuando volteaba hacia atrás. Y siempre estaban viéndome, y yo hacía como que los saludaba, pero en ese momento ellos apagaban sus cigarros y se movían a otra parte, en las sombras, en donde yo no podía verlos ni intuirlos.
Entonces mi respuesta fue: sí, hay que ir a los bares y ver qué pasa. Me puse la chaqueta negra sucia que me pongo cuando no quiero que se me acerque nadie, la que más huele a sudor y a cosa encerrada y a humedad, y en el primer bar me encontré con el mismo catálogo de gente de la época de los bares. Tuve esas conversaciones de mierda horribles, ¿qué te has hecho?, ¿en dónde trabajas?, ¿cómo que también te dejaron?, ¿cómo que dejaste a tu vato?, ¿por qué no salimos más seguido?, llegar a los treinta no está tan mal, fíjate que yo creo que los veintes como que valen madre. Pues claro, claro que todo es más fácil y más sin chiste cuando ya lo viviste y lo lloraste, güey. Y cosas por ese estilo una y otra vez. Las mismas conversaciones de que no sabemos amar, de que el amor sí existe pero se te va de las manos todo el tiempo, de que las redes sociales hacen daño de adentro hacia afuera, como un cerebro que se agita mucho cuando corres y se pone apretado y quiere reventar.
Y me cansé de mi conversación en ese bar y pagué y me fui al siguiente y al siguiente, y así, y luego regresé al primero y luego al segundo, y luego me quedé sentado afuera de una casona con Michelle y con Luis, que estaban discutiendo cosas de su relación, que querían que fuera yo el mediador esa noche, y me mostraron capturas de pantalla, likes, escuché sus audios, leí las conversaciones de Luis con otras mujeres, con hombres incluso, y la miré a ella a los ojos y le pedí leer sus conversaciones también y ella se ofendió muchísimo, y luego lo miré a él y les dije: bésense, bésense ya, ahorita, y luego me fui porque dijeron que yo no estaba funcionando, que yo no estaba haciendo bien mi papel, y en eso estuvieron de acuerdo. Creo que por ahí empecé a ver la luz al final del túnel para ellos, pero no se daban cuenta.
Les seguí diciendo que se besaran y me cambié de banqueta y me moví a otro barecillo culero escondido entre fruterías y farmacias. Estaba bien solo. El barista no me quitaba los ojos de encima. Le pedí una Carta Blanca. La sacó del refri, la sirvió en un vaso y no dejó de mirarme. Y ya fue cuando le dije: eh, ¿te di clases en algún momento, o de dónde me sé tu cara? Era una cara conocida. La había visto en un cartel de búsqueda. Sí era de un morro al que le había dado al menos una clase en la prepa, Desarrollo Humano o Metodología o Ciencias Sociales, algo que nunca más volví a impartir. Circulamos la imagen entre los maestros, dio vueltas una y otra vez y luego dejé de trabajar en esa escuela y nunca más supe lo que había pasado con él. Se llamaba José como su papá y Cristiano como el futbolista al que su papá admiraba, y eso que el morro había nacido cuando su carrera apenas iba comenzando.
Simón, profe, yo pensé que no me iba a reconocer. Ahora me tocó a mí observarlo un ratillo. Entonces la libraste. Le dio risa, se limpió las manos en un trapo y dijo, ¿librarla de qué, profe? Busqué la imagen en Facebook y yo creo que él ya sabía de qué estaba hablando pero se estaba haciendo güey, y algo me dijo que tal vez debía dejarlo ahí, que sobre eso quizás él sentía el cerebro apretándose y creciendo como yo cuando corro muy rápido en muy poco tiempo, pero igual encontré la imagen y se la mostré y dijo ahh, sí, simón. En eso llegaron otros clientes y como el otro chavillo que mesereaba con él estaba medio pendejo se tuvo que hacer cargo de atenderlos, y cuando volvió zanjó el asunto muy rápido preguntándome cómo estaba yo y si todavía daba clases y más y más conversación de mierda.
En algún punto me rendí. Hubiera tenido que sacarle la información por la tangente. Me sentí mezquino tratando de insistir en algo que al final no tenía que importarme en absoluto. Entonces lo dejé ser y lo dejé contarme todo lo que quiso, luego de asegurarse de que su compañero idiota acatara bien las órdenes e hiciera su jale con decencia. Me contó que estaba viviendo con uno de sus tíos y con la novia de éste. Un día llegó mi tío a la casa con esta morra, profe, y resulta que la morra antes era vato. ¿Cómo crees?, le dije. ¡Simón!, se conocieron en la secundaria o en la prepa y eran compas, se cotorreaban chido, hasta iban a la unidad a jugar básquet juntos, y luego se dejaron de ver, el compa de mi tío se fue al norte un tiempo y cuando regresó ya se llamaba Belinda. Cristiano empezó a contar detalles demasiado nítidos sobre la vida de los tres, los desayunos idílicos, la sazón de Belinda con la comida mexicana, grasosa y condimentada, cómo ella se sentaba a consolar a su tío después de los días complicados en el taller mecánico, cómo sacaban un seis de chelas del refri y cómo se ponían los tres a cantar rolas del Conjunto Primavera, de Chalino Sánchez, de los Bukis.
Hay una rola, profe, que siempre me hace llorar un chingo, mi tío y su morra siempre la ponen y se les salen las lágrimas y yo también me pongo a chillar con ellos ya bien pedo. Tomó el celular conectado al sonido del bar y dijo: Los Primos de Durango, profe, ¡hijuesuputamadre! Y cuando la puso, varios aullaron en las mesas del lugar, varios dieron manotazos en sus mesas de metal de la Coca-Cola. Tal vez la soledad te borre de mi mente, tal vez todo este amor que aquí me dejas de repente se me pierda. Me destapó una botella y me dijo que esa iba por cuenta de la casa. Quizás en otros brazos haya alivio, quizás vuelva a latir mi corazón. Tal vez, tal vez… Se quedan ahí abrazados en el sillón, profe, mientras yo chillo y chillo como si me la hubieran hecho a mí, pero a mí nadie me ha hecho nada como para dedicarle esa rola. Luego al día siguiente mi tío se va al trabajo y Belinda también se va a su negocio y yo me quedo como pendejo ahí en la casa con los ojos todos rojos e hinchados, bien puto crudo, como si me hubieran botado lo triste a mí para poder salir y hacer sus vidas como si nada.
Quise preguntar: ¿y por qué no los dejas?, pero se ocupó en una mesa y en otra, y luego en la barra, y cuando menos me di cuenta el lugar estaba atascadísimo y ahora no era sólo mi cerebro sino la totalidad de mi cuerpo la que me pedía salir de ahí antes de reventar de adentro hacia afuera. Me acerqué para pagarle y cuando se despidió me dio un abrazo muy fuerte y me dijo algo incomprensible, y luego me fui caminando por donde había dejado a Michelle y a Luis y ahí seguían, pero ya no había discusiones ni gritos sino un abrazo en el que posiblemente ya llevaban un rato larguísimo. Vi un celular estrellado en el piso, junto a ellos, y les pregunté si me lo podía llevar. Por un instante pensé que no me escucharon, pero luego me miraron con una ternura insoportable, como cuando mis padres sabían que estaba mintiendo y no me quedaba más remedio que llorar y contarlo todo y condenarme.
Lancé el celular roto y jodido al interior del parque, antes de llegar a casa. Cayó en un estanque con un agua anormalmente oscura, un estanque que lucía como si tuviera kilómetros de profundidad. Por fin la oscuridad comenzaba a tragarse todo el pasado, aunque no fuera mío. Seguía distinguiendo la luz al final del camino, aunque la luz no estuviera destinada a alumbrarme a mí y aunque sólo estuviera caminando esa ruta en hipótesis y suposiciones. Mi verdadera luz todavía estaba al final de algún recodo que entonces no podía ver.
Ya era domingo. Ya no podía llegar a la casa y seguir con la rutina del sábado. Ya era otra cosa. Llegué a la casa y puse la canción que me recordó Cristiano. Quizás vuelva a latir mi corazón, y me puse la mano cerca del pecho, auscultando. Tal vez, tal vez.