Cuento de la cera
I
Vinieron a pedirme dinero para la fiesta del barrio. Tuve que buscar en los bolsillos de todos mis pantalones. No quería darle mis billetes guardados en sobres amarillos. Le dije a la mujer: pase, pase, por favor. No había visto el reloj en días. Esto por orden del médico. Me dijo: tienes que mirar menos la hora en tu teléfono, tienes que usar menos tu teléfono y tienes que dejar de pensar que lo tienes y que puedes usarlo. Esto te va a ayudar a relajarte.
A partir de ese punto, mi vida entera se volcó a ignorar mi teléfono tanto como fuera posible. Todo esto se lo tuve que explicar más o menos a la mujer que llegó a pedir cooperación para las fiestas. No pude entender bien si lo que ella sentía era incomodidad o asco, pero se mantuvo firme. Los dedos se le movían de un lado a otro, como bichos queriendo entrar en un rincón estrecho. No se preocupe, yo lo espero.
Encontré monedas suficientes. Tome, son veinticinco pesos, no es mucho pero le juro que es honesto. Todo aporta. No se preocupe. Todo aporta. Nuestra Madre estará contenta. Pensé que al darle el dinero no demoraría más en irse, pero se acomodó en el sofá, entre papeles viejos y ropa sucia. No llevo prisa, dijo, me gusta tomar un descanso de vez en cuando. Estos días he recorrido la colonia completa, desde el río hasta la parte en la que se pierde con el centro histórico. No dejo de sorprenderme.
Le pregunté por qué. Encendí la estufa, puse la tetera y busqué dos tazas limpias. Ella hablaba de las casas de los vecinos. Piense en tianguis, decía, piense en tianguis entre paredes, en pasillos que no se terminan. Imagínese que encontré casas conectadas entre sí por dormitorios. Una capilla de cantera al interior de una casa en la que vivían dos familias jóvenes. En el altar habían acomodado figuras religiosas de todo tipo, sin que alguna tuviera mayor importancia que las otras. Y vi muchos rostros mirándome de reojo desde otras habitaciones. Incluso, una chica mirándome desde el interior de un cuarto, a contraluz, mientras cerraba la puerta.
Bueno, pero, ¿ha juntado suficiente dinero? Puse la taza con té de hojas de naranjo en la mesita esquinera. Todo aporta, dijo, no se preocupe. Varios miles de pesos, de moneda en moneda, que he llevado todos los días a las urnas de nuestra querida madre. Entonces ha valido la pena toda esa aventura en las casas de los vecinos. Sí, dijo, es de no creerse, pero me he acostumbrado a eso. ¿A qué, exactamente?, pregunté. La mujer había tomado entre sus manos el frasco de miel que le acerqué y le dio la vuelta, esperando a que la miel cayera dentro de la taza. Al amor que profesan todos por ella, por Nuestra Madre. El dinero circula en abundancia cuando hay amor.
No supe bien qué agregar a eso, quise mirar el reloj pero me picaron las manos. Luego pensé que, si me apoyaba en ella, quizá no estaría haciendo trampa. Quizá no me estaría haciendo daño. La miré con detalle. Debía tener no más de cincuenta años. No quería hacer la pregunta llana, quería darle vueltas de alguna manera. Había que procurar las maneras más discretas de engañarse a uno mismo. Dejé flotar por ahí un silencio como una muy breve corriente de aire. Y así, en algún momento, le dije: ¿más o menos qué hora era cuando tocó la puerta?
No lo sé, joven, sabe usted que cuando una se deja llevar por el amor maternal, el amor que Nuestra Madre profesa por su prole, es poquísima la importancia que llega a tener el tiempo. Eso sí, puedo decir que todavía las nubes no cubrían por completo el cielo, si de algo le sirve. Dejé que la miel se disolviera por completo antes de reconocer que ya no quería la compañía de esa mujer, y que necesitaba asomarme por la ventana para entender el ciclo de mi tiempo.
II
Después no tuvimos más tema de conversación, me fui adormilando y cuando desperté ella parecía haberse ido hacía mucho tiempo. No me pareció desorbitada de haber dormido durante todo un día. Me había cobijado, y junto a su taza dejó una nota escrita en una letra complicada. Decía algo sobre la amabilidad y los gestos que hacen feliz a la madre, pero me faltaba poder entender los conectores y algunos círculos de tinta.
Salí con la intención de merodear por los lugares de comida. Apenas le dediqué unos segundos a la reflexión sobre el tiempo: el atardecer avanzaba con prisa, encendido a gas, y todo parecía capaz de reventar ante el menor contacto. Descubrí que todos los restaurantes y puestos de comida estaban cerrados, pero podía olisquear su aroma por todas partes. Luego me dejé llevar por el color de los puestos de feria, las lonas amarillas y rosadas y los letreros con focos incandescentes. Vi las cartulinas con precios que me parecían irrisorios. Salchipulpos, hamburguesas al dos por uno, tamales oaxaqueños, hot cakes, pescados fritos hirvientes sobre platos de vidrio, enormes vitroleros de agua fresca que eran lavados por dentro por niños escuálidos.
Algunos se quedaban sentados al fondo del vitrolero cuando vertían las aguas de colores. Los vi cerrar los ojos, taparse la nariz y abrir la boca.
III
Pero no pude comprar nada. Todo estaba fuera de mi poder adquisitivo. Todos los puestos estaban a reventar de gente, y vi circular cientos de billetes de ida y vuelta. Los míos no eran aceptados o no bastaban. Decidí continuar, buscar hasta la última oportunidad. Mendigaría, de ser necesario. Haría suertes en las esquinas. Podría asaltar, me dije.
No hubo, sin embargo, necesidad. Tropecé con las escalinatas del convento de la Orden de Hijas de Nuestra Madre. Iba a incorporarme por mi cuenta, pero sentí las manos que me sujetaron. Sentí el escrutinio, las miradas y los susurros. Fui ingresado a los pasillos atestados de oscuras plantas y charcos de agua de lluvia en la piedra porosa de los suelos.
¡Miren! ¡Miren cómo es! ¿No es extraño? Cubrían sus rostros con velos de encaje, por lo que no podía descifrar sus rostros de la mejor manera. No puse ninguna resistencia porque el traslado no me causó malestar. Era suave, a pesar de que mi ropa se hacía pedazos con las irregularidades de las superficies.
Fui llevado a las profundidades del templo. Lo había visitado antes, en la infancia, sin que mucho de aquellas visitas quedara impregnado en mis recuerdos o la idea de mis recuerdos. Sobre esa base evaporada, las nuevas imágenes de las columnas bañadas en oro, los detalles de las enredaderas, los bultos de cera derretida en todos los rincones, se fueron acomodando en el barrido de mis ojos.
Además de las manos que me arrastraban, sólo parecían acompañarme los murmullos y el goteo de la cera, que caía desde la parte superior del templo, que no podía alcanzar a distinguir por la luz difusa y las sombras. Fui llevado hasta el sagrario a través de las pozas de cera caliente. Por mi piel, todo fue yendo de paso. No podía concentrarme en todas las impresiones de la carne. ¿Qué clase de pretexto era el dolor?
La madre superiora dio órdenes de dejarme ahí, frente a ella. Su velo era totalmente opaco, una barrera negra ante sus ojos, pero parecía amplificar su voz. ¿Qué es lo que busca usted? ¿Qué es lo que pretende? Nada en realidad, madre, le dije, sólo alimento. No puedo mirar el reloj por indicación del médico, y eso trastornó toda mi rutina. Salí y me topé con las fiestas, pero no pude comprar nada. No entendí algunas cosas… Así fui disculpándome ante ella. A nuestro alrededor, las hermanas encendían velas enormes y redistribuían la cera usando gruesos guantes e instrumentos desconocidos.
Ah, qué inconveniente. Qué dilema, sí, dijo la madre superiora. Entonces noté las quemaduras en sus manos y la daga de bronce colgando de su cinturón. Resuelvan el problema de este hombre y que no nos importune más. Celebre el amor de Nuestra Madre, forastero. Es ella quien obra a través nuestro. Se le da a usted lo que la misericordia dicta y eso es todo.
IV
De regreso en los puestos de feria, en medio del vocerío y las risas y los juegos de suertes y de fuerza, dos monjas compraban cena para mí y la vertían en una bolsa de plástico negro. Salsas y carnes, papas fritas, camarones asados, incluso los postres. Todo iba para donde mismo. Las monjas eran jóvenes y no ocultaban su diversión al mirarme desprolijo. Nadie más me daba un instante de su atención.
Me compraron un agua de limón con chía. Del vitrolero asomaba un niño sonriente. Se acomodaba el cabello mojado para que no le picara los ojos. Las monjas escupieron en mi agua y yo bebí por mi sed y porque no pasaba nada. Tome esto y aléjese. Vuelva con nosotras sólo cuando de verdad sienta devoción. No hay que abusar de Nuestra Madre.
De una patada suya caí a mitad de la calle, más allá de los juegos mecánicos, y me lanzaron la bolsa con la comida. Bebí más de mi agua y todavía duré un buen rato deambulando entre las máquinas de colores pastel, las cabezas de dragón y los gritos de la gente subida a las montañas rusas y los carros chocones. Aunque no pude ver a nadie. Por un instante tuve la certeza: estoy en la noche. Aunque el amanecer también era, me entristeció admitirlo, una fuerte posibilidad.